“La Copa que divide a Brasil”, titula la revista Época su nota de tapa. “¿Por qué amamos a la selección y hay tanta gente en contra del campeonato?”, se preguntan. La ilustración es todo un hallazgo: un hincha con la cara partida al medio. De un lado, el verdeamarillo del pentacampeón. Del otro, colores como para ir a la guerra. Esa que sostienen los huelguistas del transporte público en San Pablo o los descendientes de los pueblos originarios en Brasilia.
Con esa contradicción recibe Brasil a los 600.000 visitantes que –se calcula- inundarán las 12 sedes del Mundial a partir de los próximos días. Hay entusiasmo futbolero y escepticismo social. No en vano los ingleses de The Economist hablan de “jogo bonito y negocio feo”. Las pintadas en varias ciudades brasileñas lo dicen todo: “FIFA mafia”. Y cuando dicen FIFA se refieren a la hija de Joao Havelange, integrante del Comité Organizador que lanzó una burrada ante los micrófonos: “ya se robó todo lo que había que robar”. ¿Para qué preparar 12 estadios si con ocho basta y sobra?, cuestiona, entre muchas otras cosas, el ciudadano de a pie.
Brasil abre los brazos con una sonrisa porque así es su gente. Por eso recorre calles y avenidas con la “verdeamarelha” en la piel. Si en Argentina tenemos 40 millones de directores técnicos, en Brasil la cifra se multiplica tanto como el tamaño del país. “Argentina está bien, ¿eh?”, chicanea Fernando desde el volante de su taxi. Para él, a Messi y compañía se los van a devorar Thiago Silva y David Luiz. “Os melhores defensas do mundo”, remarca. Del resto se encargará Neymar, cuya vida se desmenuza a través de dos libros que son best-sellers: “Planeta Neymar”, de Paulo Vinicius Coelho, y “Neymar: conversaciones de padre e hijo”. A los brasileños les encantaría ganarle la final a Argentina, pero no ocultan su interés porque a ese partido lleguen Portugal y Cristiano Ronaldo. Implicaría definir el torneo con la madre patria.
Como el Mundial es, básicamente, una monumental fiesta del consumo, Brasil recibe a al universo turístico con un festival de merchandising. El primer paneo es más que suficiente (a continuación todos los precios estarán en pesos, partiendo de la base de que un real equivale a $ 3,40). Por la omnipresente mascota Fuleco, de peluche y en una coqueta cajita, hay que desembolsar $ 500. Sí, leyó bien. Es un indicativo de cómo el cambio perjudica nuestros bolsillos. El trajecito carnavalero de “sambadora” –siempre con los colores de la selección- cuesta $ 350. Hay mucho más para los chicos: escarpines ($ 200), enteritos para bebés ($ 150), gorras con la cara de Fuleco ($ 220), buzos ($ 310) y hasta un kit de plumas para alentar al “scratch” ($ 100). Por una remera común y silvestre piden $ 340.
De esos y mil recuerdos más se llenarán las valijas de los visitantes a la Copa del Mundo. “Invasión gringa: ¿quiénes son los extranjeros y qué harán cuando desembarquen en el Mundial?”, se pregunta la revista “Istoé”. La industria editorial brasileña es una de las más prestigiosas del mundo y lo demuestra con el enfoque que sus publicaciones les dan a los días previos al torneo. “Veja” analiza al Brasil moderno que creció entre “sus” Mundiales (1950 y 2014), mientras que “Super Interesante” cuenta la historia del neurocientista cuyos trabajos le permitirán a un paralítico practicar el puntapié inicial del Mundial. El DT Felipe Scolari es la estrella para “GQ” (“más importante que Neymar”, lo consideran) y “Dinheiro” (triunfalista, dice que es un líder rotulado como “el CEO del Hexa”). Para “Placar” (equivalente a El Gráfico), el capitán Thiago Silva levantará la Copa que se negó en 1950. La única que se mantiene fiel a su público es “Playboy” y por eso la tapa es de una rubia infartante llamada Amanda. Hay cosas que ni el fútbol puede cambiar.